Ochenta años, ahí estaba sentado en el diván, con la libreta en el piso, la
pluma en la mano. Su otra mano yacía sobre su frente, sus ojos estaban cerrados
pero a pesar de eso sus párpados dejaban escapar lágrimas, sabía que pronto el
sueño lo vencería para jamás despertar y lo único que pensaba era “¿Qué es
real?”.
Si algo es real ¿debería poder repetirse? Pensó en todos los logros de su
vida, su familia, sus amigos, ninguno era igual, pero todos eran grandiosos.
Sus libros no. Jamás pudo volver a ganar un premio.
Viajando, alucinando, sensaciones escondidas en los relatos llamativos por su dulzura, extrañas coincidencias provocadas por efectos macondianos.
lunes, febrero 04, 2013
martes, enero 22, 2013
Los Búhos
Acabo de entrar a mi nueva oficina. La gente
comienza a girar sus cabezas. Por un momento me siento filmando un
documental donde toda una comunidad de suricatas se percatan de mi
presencia, sólo que algunas de ellas me ven como un predador invasivo
mientras que las demás no piensan que son suricatas sino las más feroces
de las pirañas.
Al menos eso es lo que imagino. Incluso se que es un 50/50 la
división de estas suricatas empresariales. Puedo identificar fácilemente
a las pirañas por sus miradas. Es curioso, no son vacías como las de un
pez. Son centradas como las de los felinos. En serio parece que en
cualquier momento van a saltar a mi cuello, lo cual arrunaría un par de
escritorios y computadores.
Las pirañas-felinas desearían ser como yo. Las suricatas
desearían ser como yo. Yo desearía ser como me ven, pero no lo soy. Soy
un engrane, un botón, una palanca. No existe ninguna relación entre lo
que hago y yo. Son solo cosas que hago, como respirar, respirar también
se me da muy bien.
El punto es que he comenzado a odiar a todas estas
suricatas. Inclusive a las que se creen pirañas-felinas. Sus vidas son
patéticas, concentran todo su esfuerzo en crecer en un trabajo que
odian. Inventan una vida perfecta fuera de estas cuatro paredes solo
para presumir entre si, pero la verdad es que les gusta ser suricatas
que solo levantan la cabeza cuando algo pasa porque no son capaces de
provocar que algo pase.
Menos él, el Buho. Le he llamado así por la creencia
popular de que los buhos son sabios. Se la pasa recorriendo la oficina,
parando en cada escritorio, extendiendo sus alas al máximo y penetrando
las mentes inocentes de los demás con sus ojos enormes. A él lo odio
más, su arrogancia es intolerable. Si alguien necesita un dato
innecesario sobre un deporte que nadie practica, que nadie ve, el esta
ahí. Extendiendo sus horribles alas.
La otra vez estaba hablando de música, de cine, de
literatura. Siempre pensé que era otra fantoche suricata que se inventa
datos para parecer interesante entre sus semejantes, pero con estos
temas en particular me di cuenta que el Buho no miente, todo lo que dice
es verdad. Debí llamarlo el Loro, está repitiendo cosas que escuchó
alguna vez, pero el Buho se ajusta mejor, porque al igual que el ave,
¡es estúpido! La gente no sabe que en realidad el noble animal es una
bestia de inteligencia limitada y que su aspecto de sabiduría es solo
una antropomorfización sin sentido.
Pero no miente. Todo dato que escupe es un dato real. Me
di cuenta que el es una copia al carbón mía. Soy igual a este espécimen
de oficina. ¡no puede ser!, a él todos lo odian, a mi no, es decir, en
esta oficina lo hacen porque me transfirieron hace poco, pero en mi
antigua sede no era así, todos me escuchaban atentos cuando yo...
extendía mis alas de escritorio en escritorio.
Maldita sea.
En realidad algo nos diferencia, soy más alto, más listo y definitivamente mi voz es mejor.
Maldita sea.
viernes, enero 04, 2013
La Autopista Final
Antonio
llevaba ya varios años conduciendo automóviles para gente importante en
Estocolmo, pero sólo hasta el mes anterior le había tocado llevar a
alguien de tan alta alcurnia como la princesa Margarita de Sacramento, o
eso era lo que le hicieron creer, en realidad era una Duquesa de menor
cuantía que tal vez tenía menos dinero que Antonio pero lograba
sobrevivir gracias a esa pequeña mentira que adornaba su título real.
La
Princesa, tenía una buena impresión de Antonio, le gustaba su forma de
ser y lo educado que era, además esa inteligencia sagaz que poseen los
latinos, sin embargo tal vez producto de lo servicial que era su
conductor comenzó a tomar ventaja de la situación, muchos decían que era
conscientemente, muchos decían que ella a veces no se daba cuenta de
ese tipo de detalles, personalmente pienso que era una mezcla de ambas
cosas, como suele suceder con esas mujeres atrayentes de mirada inocente
que esconden una malicia seductora. Pero lo importante no es lo que
este humilde narrador piense, ni lo que los conductores cotilleaban
cuando en las noches gélidas esperaban a sus empleadores a la salida de
sendas mansiones del norte de Europa. Lo importante fue lo que pensó
Antonio luego de algunos meses.
Al
cuarto mes de conducir para La Princesa, sucedió un evento que colmó la
paciencia de Antonio, debido a esas extrañas circunstancias de la vida
ambos vivían en la misma calle, el en una humilde casa y ella en los
lujosos chalets, separados tan sólo por un par de cuadras, hecho que
aprovechó Margarita para escabullirse y tomar prestado el carro de
Antonio, carro que obviamente no pertenecía a él, sino era una especie
de préstamo de la empresa que conseguía los contratos, después de cierto
tiempo y una módica suma el auto sería suyo. Margarita tenía una fiesta
y no podía ser llevada por su chofer particular, la gripa se apoderó de
él y era imposible que saliera de casa, ella de manera coqueta le dijo
que no habría problema, que no se preocupara por ella, igual era una
fiesta entre miles de las que había asistido y las millones por venir.
El pecado de Antonio era tener un sueño variable, a veces completamente
pesado, tanto para no despertar cuando las luces de su auto se
encendieron para alumbrar la totalidad de su cuarto, tan pesado para no
escuchar el sonido del caucho quemándose en el asfalto cuando se da
reversa de manera abrupta, tanto para no despertar incluso después del
estruendoso sonido de la bocina que Margarita apretó por equivocación. Y
a veces su sueño era tan liviano que el ligero sonido de los frenos
cuando el auto arribó a su acostumbrado lugar de parqueo lo despertó.
Antonio
se limitó a observar a través de la persiana, La Princesa salió
corriendo, en medio de risas y el humo detrás de ella, fumar era uno de
sus placeres favoritos, pero este humo era del motor del auto. En la
mañana Antonio fue al apartamento de La Princesa, la puerta estaba
abierta, tomó las llaves y se marchó para llevar el auto al taller,
apenas entró al auto pensó que ese había sido un momento perfecto para
asesinarla, y desde ese día esa idea nunca abandonó su cabeza, quería
matarla, una niña malcriada no merecía vivir.
Un día discutiendo por muchas cosas y nada a la vez le dijo que su título tal vez se deba a su terquedad, si no hubiera nacido princesa probablemente lo hubiera sido de todas formas. Una necia princesa, fueron sus palabras exactas, fue la primera vez que ella estuvo en silencio largo rato, luego le contestó que justo así había pasado, que su título en realidad era un apodo que sus seguidores que la amaban le habían otorgado. Y justo en ese instante él lo decidió, debía irse con ella, el auto, motivo de discordia y el principal motivo por el que conoció a la tormentosa Margarita de Sacramento sería su tiquete de salida a una mejor vida, eso esperaba el para si mismo, para ella esperaba el peor de los infiernos.
Llegó
el día, una viaje en autopista sería el final, sus manos sudorosas
aferraban con fuerza el volante, de vez en cuando ojeaba rápidamente el
velocímetro, 65 millas era el límite, alcanzó las 75 y comenzó a
recordar todas las discusiones que tuvo con ella, por ella, desde cosas
triviales como las colillas de cigarrillo acumuladas en el cenicero del
auto, hasta cosas importantes como si la dictadura en su país natal
estaba justificada o no, cada recuerdo aumentaba unas 3 millas en su
velocidad actual, 90 millas por hora y ahora ella subía sus pies sobre
el tablero, el detestaba eso, sin embargo este viaje era diferente, no
sólo por el deseo irrefrenable de Antonio de estrellar su auto contra un
árbol sino por el silencio sepulcral de la Princesa durante el
recorrido, cada instante que pasaba aumentaba su curiosidad, ella
simplemente yacía pensativa sobre el asiento, su dedo pulgar era
suavemente mordisqueado por sus brillantes dientes, pensó en lo hermoso
de esa escena y que si alguien tuviera que documentarla probablemente
escribiría 'mordisqueado' porque era lo absurdo de la combinación de
palabras, actitudes y momentos lo que hacía maravilloso el instante.
Se
distrajo por ese pensamiento, la mezcla de cosas que sentía en su
estómago lo confundía, el miedo era una, claramente era miedo, nadie a
más de 100 millas por hora con la intención de chocar un auto puede no
sentir miedo, pero también tenía nostalgia, aunque nunca se explicó por
qué la sentía siempre, sabía perfectamente porque la sentía con más
intensidad que nunca en ese instante, pero luego comenzó a odiarla de
nuevo, de hecho re-interpretó ese silencio de la Princesa como una
manera más de humillarlo, de dejarlo sin su bien más preciado, el habla.
Ella lo miraba también, pero él estaba tan absorto en su plan que no se daba cuenta, es irónico pensar que justo lo que odiaba de ella era lo que el mundo odiaba de él, porque en eso se parecían demasiado Antonio y Margarita, a pesar de haber nacido a decenas de miles de kilómetros de distancia.
Antonio vio el árbol perfecto, su curso comenzó a cambiar sutilmente, cada vez más hacia la izquierda, cada vez más hacia un futuro sin ella, de repente tal vez como sospechando de su destino Margarita habló.
-Antonio, ¿sabes que deberíamos hacer?- Inquirió ella como dando por hecho de que su interlocutor sabía leer el pensamiento.
-No tengo idea.
Respondió
Antonio mientras pensaba que todo este plan era ridículo, que ese nudo
en el estómago no era odio sino todo lo contrario, que esa nostalgia que
sentía era en realidad el extrañar los momentos en que La Princesa no
ponía sus pies en el tablero del auto mientras le hablaba de las
hermosas pinturas de Monet que él nunca llegó a comprender, que los
deseos de acabar con la princesa malcriada eran en realidad celos e
impotencia de que ella tuviera todo un mundo a sus pies pero no se
fijara en aquel conductor que además de ser su chofer particular era su
confidente.
En ese instante sus miradas se cruzaron, Margarita dijo que lo mejor que podían hacer era chocar el auto.
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