martes, enero 22, 2013

Los Búhos

Acabo de entrar a mi nueva oficina. La gente comienza a girar sus cabezas. Por un momento me siento filmando un documental donde toda una comunidad de suricatas se percatan de mi presencia, sólo que algunas de ellas me ven como un predador invasivo mientras que las demás no piensan que son suricatas sino las más feroces de las pirañas.
 
Al menos eso es lo que imagino. Incluso se que es un 50/50 la división de estas suricatas empresariales. Puedo identificar fácilemente a las pirañas por sus miradas. Es curioso, no son vacías como las de un pez. Son centradas como las de los felinos. En serio parece que en cualquier momento van a saltar a mi cuello, lo cual arrunaría un par de escritorios y computadores.
 
Ese es el efecto de ser el gerente regional más joven de esta legendaria compañia. Parece que fuera algo sin precedentes y motivo de orgullo. Parece, pero en realidad no lo es, o mejor dicho es intrascendente, pero las pirañas-felinas parecen no entenderlo.
 
Y ese es el efecto que causa esas pequeñas cantidades de éxito en carreras donde no existen las estrellas. Es verdad, soy tratado ahora como una, tengo mi parqueadero privado, mi auto también es proporcionado por el patrocinador, inclusive los trajes vienen con un descuento, pero igual me siento detrás de un escritorio. A ellos les da envidia, a mi me dio alguna vez, pero no en este rubro, en el colegio no fui el más alto, en la universidad no fui el más listo, pero siempre creí que algún talento debía tener. Resultó que mi talento es hacer presentaciones y hacerle creer al cliente que mis ideas son sus ideas.
 
Las pirañas-felinas desearían ser como yo. Las suricatas desearían ser como yo. Yo desearía ser como me ven, pero no lo soy. Soy un engrane, un botón, una palanca. No existe ninguna relación entre lo que hago y yo. Son solo cosas que hago, como respirar, respirar también se me da muy bien.
 
El punto es que he comenzado a odiar a todas estas suricatas. Inclusive a las que se creen pirañas-felinas. Sus vidas son patéticas, concentran todo su esfuerzo en crecer en un trabajo que odian. Inventan una vida perfecta fuera de estas cuatro paredes solo para presumir entre si, pero la verdad es que les gusta ser suricatas que solo levantan la cabeza cuando algo pasa porque no son capaces de provocar que algo pase.
 
Menos él, el Buho. Le he llamado así por la creencia popular de que los buhos son sabios. Se la pasa recorriendo la oficina, parando en cada escritorio, extendiendo sus alas al máximo y penetrando las mentes inocentes de los demás con sus ojos enormes. A él lo odio más, su arrogancia es intolerable. Si alguien necesita un dato innecesario sobre un deporte que nadie practica, que nadie ve, el esta ahí. Extendiendo sus horribles alas.
 
La otra vez estaba hablando de música, de cine, de literatura. Siempre pensé que era otra fantoche suricata que se inventa datos para parecer interesante entre sus semejantes, pero con estos temas en particular me di cuenta que el Buho no miente, todo lo que dice es verdad. Debí llamarlo el Loro, está repitiendo cosas que escuchó alguna vez, pero el Buho se ajusta mejor, porque al igual que el ave, ¡es estúpido! La gente no sabe que en realidad el noble animal es una bestia de inteligencia limitada y que su aspecto de sabiduría es solo una antropomorfización sin sentido.
 
Pero no miente. Todo dato que escupe es un dato real. Me di cuenta que el es una copia al carbón mía. Soy igual a este espécimen de oficina. ¡no puede ser!, a él todos lo odian, a mi no, es decir, en esta oficina lo hacen porque me transfirieron hace poco, pero en mi antigua sede no era así, todos me escuchaban atentos cuando yo... extendía mis alas de escritorio en escritorio. 

Maldita sea.
 
En realidad algo nos diferencia, soy más alto, más listo y definitivamente mi voz es mejor.

viernes, enero 04, 2013

La Autopista Final

Antonio llevaba ya varios años conduciendo automóviles para gente importante en Estocolmo, pero sólo hasta el mes anterior le había tocado llevar a alguien de tan alta alcurnia como la princesa Margarita de Sacramento, o eso era lo que le hicieron creer, en realidad era una Duquesa de menor cuantía que tal vez tenía menos dinero que Antonio pero lograba sobrevivir gracias a esa pequeña mentira que adornaba su título real.

La Princesa, tenía una buena impresión de Antonio, le gustaba su forma de ser y lo educado que era, además esa inteligencia sagaz que poseen los latinos, sin embargo tal vez producto de lo servicial que era su conductor comenzó a tomar ventaja de la situación, muchos decían que era conscientemente, muchos decían que ella a veces no se daba cuenta de ese tipo de detalles, personalmente pienso que era una mezcla de ambas cosas, como suele suceder con esas mujeres atrayentes de mirada inocente que esconden una malicia seductora. Pero lo importante no es lo que este humilde narrador piense, ni lo que los conductores cotilleaban cuando en las noches gélidas esperaban a sus empleadores a la salida de sendas mansiones del norte de Europa. Lo importante fue lo que pensó Antonio luego de algunos meses.

Al cuarto mes de conducir para La Princesa, sucedió un evento que colmó la paciencia de Antonio, debido a esas extrañas circunstancias de la vida ambos vivían en la misma calle, el en una humilde casa y ella en los lujosos chalets, separados tan sólo por un par de cuadras, hecho que aprovechó Margarita para escabullirse y tomar prestado el carro de Antonio, carro que obviamente no pertenecía a él, sino era una especie de préstamo de la empresa que conseguía los contratos, después de cierto tiempo y una módica suma el auto sería suyo. Margarita tenía una fiesta y no podía ser llevada por su chofer particular, la gripa se apoderó de él y era imposible que saliera de casa, ella de manera coqueta le dijo que no habría problema, que no se preocupara por ella, igual era una fiesta entre miles de las que había asistido y las millones por venir. El pecado de Antonio era tener un sueño variable, a veces completamente pesado, tanto para no despertar cuando las luces de su auto se encendieron para alumbrar la totalidad de su cuarto, tan pesado para no escuchar el sonido del caucho quemándose en el asfalto cuando se da reversa de manera abrupta, tanto para no despertar incluso después del estruendoso sonido de la bocina que Margarita apretó por equivocación. Y a veces su sueño era tan liviano que el ligero sonido de los frenos cuando el auto arribó a su acostumbrado lugar de parqueo lo despertó.

Antonio se limitó a observar a través de la persiana, La Princesa salió corriendo, en medio de risas y el humo detrás de ella, fumar era uno de sus placeres favoritos, pero este humo era del motor del auto. En la mañana Antonio fue al apartamento de La Princesa, la puerta estaba abierta, tomó las llaves y se marchó para llevar el auto al taller, apenas entró al auto pensó que ese había sido un momento perfecto para asesinarla, y desde ese día esa idea nunca abandonó su cabeza, quería matarla, una niña malcriada no merecía vivir.

Un día discutiendo por muchas cosas y nada a la vez le dijo que su título tal vez se deba a su terquedad, si no hubiera nacido princesa probablemente lo hubiera sido de todas formas. Una necia princesa, fueron sus palabras exactas, fue la primera vez que ella estuvo en silencio largo rato, luego le contestó que justo así había pasado, que su título en realidad era un apodo que sus seguidores que la amaban le habían otorgado. Y justo en ese instante él lo decidió, debía irse con ella, el auto, motivo de discordia y el principal motivo por el que conoció a la tormentosa Margarita de Sacramento sería su tiquete de salida a una mejor vida, eso esperaba el para si mismo, para ella esperaba el peor de los infiernos.

Llegó el día, una viaje en autopista sería el final, sus manos sudorosas aferraban con fuerza el volante, de vez en cuando ojeaba rápidamente el velocímetro, 65 millas era el límite, alcanzó las 75 y comenzó a recordar todas las discusiones que tuvo con ella, por ella, desde cosas triviales como las colillas de cigarrillo acumuladas en el cenicero del auto, hasta cosas importantes como si la dictadura en su país natal estaba justificada o no, cada recuerdo aumentaba unas 3 millas en su velocidad actual, 90 millas por hora y ahora ella subía sus pies sobre el tablero, el detestaba eso, sin embargo este viaje era diferente, no sólo por el deseo irrefrenable de Antonio de estrellar su auto contra un árbol sino por el silencio sepulcral de la Princesa durante el recorrido, cada instante que pasaba aumentaba su curiosidad, ella simplemente yacía pensativa sobre el asiento, su dedo pulgar era suavemente mordisqueado por sus brillantes dientes, pensó en lo hermoso de esa escena y que si alguien tuviera que documentarla probablemente escribiría 'mordisqueado' porque era lo absurdo de la combinación de palabras, actitudes y momentos lo que hacía maravilloso el instante.

Se distrajo por ese pensamiento, la mezcla de cosas que sentía en su estómago lo confundía, el miedo era una, claramente era miedo, nadie a más de 100 millas por hora con la intención de chocar un auto puede no sentir miedo, pero también tenía nostalgia, aunque nunca se explicó por qué la sentía siempre, sabía perfectamente porque la sentía con más intensidad que nunca en ese instante, pero luego comenzó a odiarla de nuevo, de hecho re-interpretó ese silencio de la Princesa como una manera más de humillarlo, de dejarlo sin su bien más preciado, el habla.

Ella lo miraba también, pero él estaba tan absorto en su plan que no se daba cuenta, es irónico pensar que justo lo que odiaba de ella era lo que el mundo odiaba de él, porque en eso se parecían demasiado Antonio y Margarita, a pesar de haber nacido a decenas de miles de kilómetros de distancia. 

Antonio vio el árbol perfecto, su curso comenzó a cambiar sutilmente, cada vez más hacia la izquierda, cada vez más hacia un futuro sin ella, de repente tal vez como sospechando de su destino Margarita habló.

-Antonio, ¿sabes que deberíamos hacer?- Inquirió ella como dando por hecho de que su interlocutor sabía leer el pensamiento.

-No tengo idea.

Respondió Antonio mientras pensaba que todo este plan era ridículo, que ese nudo en el estómago no era odio sino todo lo contrario, que esa nostalgia que sentía era en realidad el extrañar los momentos en que La Princesa no ponía sus pies en el tablero del auto mientras le hablaba de las hermosas pinturas de Monet que él nunca llegó a comprender, que los deseos de acabar con la princesa malcriada eran en realidad celos e impotencia de que ella tuviera todo un mundo a sus pies pero no se fijara en aquel conductor que además de ser su chofer particular era su confidente.

En ese instante sus miradas se cruzaron, Margarita dijo que lo mejor que podían hacer era chocar el auto.